jueves, 27 de septiembre de 2012
Así era mi padre
Hoy, día 26 de septiembre, creemos mi familia y yo, que era la fecha de nacimiento de mi difunto padre.
Y digo creemos, porque era tan mentiroso, que no le decía la verdad ni al médico, pero aún así, el médico acabaría haciéndose amigo suyo.
Tenía un amigo que era el Jefe en la oficina del DNI y cuando mi padre tenía que renovar el carnet, le llamaba y su amigo, por teléfono, le decía:
- ¿En qué fecha naciste?
Mi padre le decía la que le daba la gana y así, yo le he conocido nacido "El Día de la Raza", y otras dos fechas más. Nunca tuvo que llevar partidas de nacimiento ni zarandajas. Era Agustín, el de Los Puertochiqueños y el mejor jugador de Mus de su quinta.
En cierta ocasión, estando yo en el servicio militar, en la maravillosa ciudad de Logroño, -sus gentes son oro molido-, vinieron a visitarme un fin de semana mis padres.
Tenían que venir a visitarme, porque yo era tan díscolo e indisciplinado, que los arrestos se iban sumando día tras día y nunca me daban días de permiso para ir a casa.
Era un domingo y cuando logré encontrar a alguien para que me hiciera la guardia, eran ya las tres de la tarde.
Fuimos al centro, junto a la catedral, porque me habían recomendado un sitio que se llamaba Casa Nobleza.
Al llegar, en la puerta nos encontramos a un tipo grande, con una barriga prominente y un delantal blanco. Estaba claro que ya no nos iban a dar de comer, porque serían ya las tres y media.
Mi padre, -pequeño, moreno y fibroso-, se dirigió a aquél enorme riojano curtido y sin darle tiempo a reaccionar, le espetó:
- ¿Qué pasa, Jefe? ¿Nos puede dar de comer? Es que el chaval, tiene que pitar un partido y tenemos prisa.
Aquél tipo descruzó los brazos y respondió:
- ¿A quién va a pitar?
Mi padre, ni corto ni perezoso, le dijo:
- Al Logroñés.
El riojano salió de inmediato hacia dentro del restaurante, haciéndonos una seña para que le siguiésemos. Estaba lleno. Todas las mesas estaban ocupadas. Fué a una mesa en la que se encontraban cuatro hombres y les echó al momento, diciéndoles que necesitaba la mesa.
Evidentemente eran de confianza.
En un plis-plas, levantó el mantel, trajo otro, -limpio como la patena-, y se dispuso a tomarnos la comanda, porque... El "chaval" tenía que ir a pitar.
Yo iba vestido de paisano y como siempre he llevado el pelo corto, no tenía mucha pinta de militar.
Lo peor era mi madre. La pobre, estaba roja de vergüenza, pero como ya conocía "el Percal", asentía a todo lo que nosotros decíamos.
Aquél hombre nos recomendó lo mejor de su casa y recuerdo lo siguiente:
Mi madre comió menestra de verduras, que según el Maestro, era verdura riojana, fresca.
Pedimos también unos espárragos de la tierra, en aceite y vinagre de vino: Extraordinarios y de un tamaño descomunal.
Mi padre pidió patatas a la riojana y yo, de primero, una crema de verduras frescas.
De segundo plato, ellos comieron bacalao con tomate, también por recomendación del Maestro y yo, (como iba a pitar), me comí una pierna de cordero lechal.
Después tomamos postres y yo me pedí un café escocés, (porque iba a pitar).
Mi padre y yo terminamos la comida con un Scotch de 12 años y mi padre un Montecristo del nº 5.
Después de tal comilona, vino el Maestro y nos preguntó que si habíamos quedado bien.
La respuesta fué unánime: Todo estaba exquisito.
Mi padre le pidió la cuenta y ahí comenzó el lío.
El Maestro, nos dijo:
- Miren ustedes, yo soy el Tesorero del C.D. Logroñés y me gustaría invitarles a la comida que han hecho en mi casa.
Como siempre, los reflejos de mi padre salieron a relucir y le contestó:
- Lo siento, pero el Colegio de Árbitros no le permite al chaval aceptar invitaciones, no vayan a creer que intentan sobornarle.
Aquél hombre, no sabía dónde meterse, porque si se hubiera metido debajo de la mesa, se habría encontrado con mi madre, muerta de vergüenza.
Entonces dijo:
- No, por favor, no se ofendan, lo entiendo, lo entiendo.
Acto seguido, trajo la cuenta, pero... Acompañada de un bote de cristal de 4 kilos de melocotones en almíbar, que según nos dijo, eran los que embotaban ellos para su casa.
Nos pidió que los aceptáramos como un regalo de un riojano y no nos quedó más remedio que salir del restaurante, (a todo correr, porque mi madre quería matarnos a ambos), con los melocotones debajo del brazo.
Al día siguiente, me puse a leer la prensa y en la primera página del Diario de la Rioja, encontré el siguiente titular:
"C.D. Logroñés 1 - Deportivo de la Coruña 2. El árbitro tuvo que salir escoltado por la Policía Nacional hasta la carretera de Burgos"
Salía una foto del árbitro y sus liniers, recibiendo una lluvia de objetos y protegidos por los escudos de la Policía. Era un hombre bajito, calvo y con un bigotillo bastante divertido.
Vamos, que se parecía a mí, en el blanco de los ojos o en el negro de las uñas.
Se me hizo un nudo en la garganta, porque al leer la crónica me enteré de que al perder ese partido, el Coruña iba a subir a la Segunda División a costa del Logroñés, que se quedaba en la Segunda B.
Durante los meses que me quedaron de mili me cuidé muy mucho de acercarme a menos de mil metros de la zona de la catedral, porque estaba seguro de que si aquél "armario empotrado" me reconocía, mis días acabarían en ese mismo momento.
Pasé más tiempo en el cuartel que en la calle y terminé la mili viendo cómo mis compañeros se iban a sus casas, desde el calabozo. Pero... Esa es otra historia.
Al cabo de dos años, estando en Santander, con una amiga, le pregunté que qué quería cenar, para llevarla a un lugar donde tuvieran esa especialidad y me dijo que le gustaría comer... Unos buenos espárragos.
Recordé aquél sitio en el que me había comido los mejores espárragos de mi vida y ni corto ni perezoso, salimos dirección a Logroño.
Llegamos a la puerta de Casa Nobleza a las 11.30 de la noche y como si de un "dejá vu" se tratase, allí estaba en la puerta, con su delantal, aquél hombretón.
Utilizando la táctica aprendida de mi padre, antes de que hablase él, le dije:
- Hola, Jefe. Venimos desde Santander para comernos unos buenos espárragos. ¿Tiene usted?
Por supuesto, aquello le tocó la fibra y nos dijo:
- Tengo los mejores. Pasad y sentaos.
Durante toda la cena, aquél hombre no dejaba de mirarme y mi pareja, (que no sabía nada del incidente anterior), me lo decía:
- Parece como si te conociera, ¿no?
- No, no, cena, cena.
Le decía yo.
Cenamos de maravilla, -tal y como habíamos comido mis padres y yo-, y al terminar la cena e ir a pagar la cuenta, me dirigí a él y le dije:
- ¿Tú sabes quién soy yo?
Él me miraba, pero no acababa de ubicarme y me dijo:
- Se me hace cara conocida, sí. Pero no caigo...
- Yo estuve aquí hace dos años con mis padres y para que nos dieras de comer, mi padre te dijo que yo era el árbitro del Logroñés - Coruña.
Ese hombre dió un salto hacia atrás y con las manos en la cabeza, me dijo:
- ¡¡Me cago en la madre que!!.... ¡¡ Si te pillo aquél día, te mato !!
- Lo sé, lo sé. Por eso no volví.
- Mira... Llegué al palco del Estadio y les dije a los demás Directivos:
- No hay problema, el árbitro es un chaval cojonudo, que ha venido con sus padres y han comido en mi casa. Ni tan siquiera han querido que les invitara, pero les he regalado unos melocotones de los míos, gloria bendita.
Cuando salió el árbitro y le ví, empecé a olerme el pastel. Yo miraba a los liniers y ninguno se parecía a tí.
Entonces me di cuenta del engaño. ¡¡Si te pillo, te mato!! Yo nada más que sabía decir:
¡¡Y le he regalado los melocotones al hijoputa, Y le he regalado los melocotones al hijoputa!!
Mi amiga estaba blanca de pavor, viendo a ese "animal" haciendo aspavientos recordando lo que nos hubiera hecho a mi padre y a mí en esos momentos.
Entonces, le dije:
- Quisiera que me perdonases por aquello, pero fue algo improvisado por mi padre, porque era muy tarde y yo tenía que volver pronto al cuartel. No lo hizo de mala fe.
Aquél riojano, noble, tal y como indicaba el cartel de su negocio, esbozó una amplia sonrisa y me dijo:
- Me la metísteis bien, santanderino, pero fuísteis honrados y no aceptásteis la invitación. Chócala.
Nos dimos un apretón de manos que sonó casi tan fuerte como el suspiro de alivio de mi pareja.
Como ya era muy tarde, Antonio, (que así se llamaba el riojano y digo se llamaba porque ya falleció), nos propuso que nos quedásemos a dormir en las habitaciones que tenía para alquilar encima del restaurante. Lo consulté con mi pareja y aceptamos encantados, pero cuando le dije a Antonio que pensábamos salir pronto a la mañana siguiente puesto que no traíamos equipaje y que me cobrara por adelantado, me miró con cara huraña y me dijo:
- Sois mis invitados. Yo vivo en otra calle. Aquí tenéis la llave del restaurante, si os apetece comer o beber algo ésta noche, bajáis la escalera y como si estuviérais en vuestra casa.
Mañana, cuando os vayáis, echáis la llave por la ventana, que yo tengo otra llave.
Y dile a tu padre, que ojalá no le hicieran los melocotones el efecto que yo le deseé después de conocer el engaño.
Después seguí yendo a Casa Nobleza muchas veces, sobre todo en la ruta Santander - Andorra, haciendo que coincidiera el horario con la comida o la cena en Logroño y mantuve una gran amistad con Antonio. Conservo varias anécdotas divertidas de esos posteriores encuentros, pero no quiero aburrir al personal. Quizás, en otro momento.
Así era mi padre. Ocurrente, espléndido, trabajador, noble y un pequeño Gran Tipo.
Las grandes personas no mueren, pero ¡¡Coño!!, cómo se les extraña.
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