sábado, 21 de agosto de 2010

"Operación Azazel". Capítulo 04 (00000100)/ Preparativos

Capítulo 04 (00000100)/ Preparativos
“Comienza la parte difícil”

Aquella carretera se la conocía muy bien. Era una autopista muy cara, pero merecía la pena pagar el peaje en esos momentos. No era cuestión de tener un accidente de coche que diera al traste con todo el plan.
El coche que había alquilado era un Renault Megane que conocía muy bien.
Acababa de vender el suyo, -uno igual-, por 9.000 € y aunque le había costado 24.000, era el mejor precio que había podido encontrar. La crisis se cebaba con los vehículos de segunda mano, le había dicho el del concesionario, pero Azazel sabía que ellos lo venderían muy pronto por 15.000. Tenía todos los extras y con 18.ooo Kms. seguro que ya habría llamado a algún familiar para encasquetarle el “chollo”, pero él necesitaba el dinero para los gastos mayores que se iban a presentar dentro de muy poco tiempo.

Había colocado el selector de velocidad en 140 kms/h. e iba pensando en la persona a la que iba a visitar en Logroño. Estaba seguro de que le ayudaría, aunque no pensaba decirle el motivo por el cual iba a pedirle ese “favor pagado” .
Mientras adelantaba a un Lexus que debía ir a la velocidad máxima permitida de 120 kms/h, miró al conductor y vio a un hombre de más de 70 años que no debía de saber ni que su coche llevaba un selector de velocidad como el suyo que le hubiera permitido conducir sin usar el acelerador y manteniéndose dentro de las normas escrupulosamente.
Una leve sonrisa se le dibujó en la cara al pensar eso de que… “Dios le da pan al que no tiene dientes” y dejó que sus pensamientos volvieran hacia la figura de Antonio, aquél riojano orondo y de voz grave y recordó el día en que le conoció.
Azazel había hecho la mili en Logroño, en la Policía Militar y aunque era un destino en teoría muy bueno, para él fue un auténtico calvario. Cada mes y medio tenían 15 días de permiso:
Un chollazo.

Les obligaban a patrullar por la ciudad y por las afueras de la capital, para ver si había soldados haciendo auto-stop, cosa terminantemente prohibida.
Sus órdenes eran: arrestar a todos aquellos que no llevaran el uniforme en regla, que fueran dando mala imagen por las calles o que hicieran dedo.
Estaban obligados a llevar 4 partes de arresto a la semana, como mínimo y si no los llevaban, los permisos les quedaban suspendidos. Eso le recordaba a las órdenes del Gobierno de Zapatero a la Guardia Civil, a los que les habían reducido a meros recaudadores de impuestos al estilo del bosque de Sherwood, pero él coincidía más con la filosofía de Guillermo Tell.
Azazel nunca hizo un parte. Cuando la primera vez el sargento le había preguntado que por qué no llevaba ningún parte, él le contestó que no estaba allí para hacer de chivato.
El sargento Martínez, muy acalorado, le dijo que ellos eran la Policía Militar y que eran una parte de la estructura del SIM, (Servicio de Inteligencia Militar), por lo cual, era su trabajo.
- Sí, mi sargento, pero seguro que los del SIM no cobran 625 pesetas al mes, como nosotros. Si quieren que yo haga de chivato, empecemos a hablar de otras cifras, porque yo, por ese dinero no me chivo ni del gato de la cocina. Si hablamos de un millón al mes, igual hasta me convencen.
Él sabía que ni por un millón ni por cien, pero fue su salida.
Martínez le miró y con su mirada supo que si en ese momento hubiera podido fusilarle, ya estaría muerto; pero sólo le dijo:
- Está bien, Ortiz, fuera de mi vista.
- A la orden, mi sargento, pero… ¿me da mi pase?
- Ah, claro, tu pase. Espera.
El sargento sacó de su escritorio los pases de permiso de fin de semana y escogió uno.
- Aquí está tu pase.
Lo rompió delante de sus narices y le echó de la oficina.
Nunca más tuvo un permiso en toda la mili, pero se licenció sin saber cómo se hacía un parte.
Cuando encontraban a un soldado haciendo dedo, lo subían a la “Siata”, -aquellas furgonetas que eran Seat 600 camuflados-, y tras meterle un poco de miedo diciéndole el paquete que le iban a meter, lo dejaban a las afueras de Logroño, en la gasolinera, donde acababan sus límites.
Azazel y sus colegas se descojonaban un rato y el pobre soldado, casi siempre a punto de llorar, se quedaba alucinado y acojonado en la gasolinera sin tener muy claro qué era lo que había pasado. Allí seguro que lo tenía más fácil para que alguien le cogiera, al parar a echar gasolina.

Su insubordinación motivó que sus padres tuvieran que ir a verle a él, en vez de al contrario y en un fin de semana en que vinieron a verle, él, como siempre, estaba de guardia.
Como ya era experto en esas lides, cambió su turno con un compañero y se escapó del cuartel para comer con sus padres.
Eran ya las 3 de la tarde y buscando un sitio para comer, llegaron a un pequeño restaurante junto a la catedral.
En la puerta estaba un paisano grande, con un enorme mandil blanco rodeándole el universo estomacal, con cara de pocos amigos.

El padre de Azazel era un tipo bajito, de un moreno agitanado, pero con un extraordinario sentido del humor y había nacido con eso que de antes se llamaba “clase”. Se había hecho a sí mismo a base de trabajar y tenía un verbo fluído y simpático.
Era capaz de entrar a una iglesia y decirle al cura:
- “Cagüen Dios, qué iglesia más bonita y más limpia, padre”.
Y el cura acababa por enseñarle hasta la sacristía y jugando con él al mus.


Como tenía prisa por volver al cuartel y que no se dieran cuenta de la falta, su padre atacó directamente al paisano, diciéndole:

- Jefe, ¿Nos puede dar de comer?. Es que el chaval tiene que pitar un partido y se nos hace tarde.
Azazel iba vestido de paisano y aquél hombre les miró de arriba abajo y les dijo:
- ¿Pues dónde va a pitar?
- Al Logroñés, -contestó el padre-
- ¡Coño! ¿Al Logroñés? Pasad, pasad.

El restaurante no tenía más de 5 mesas, aunque después me enteré de que en la parte de arriba tenía más sitio. Estaba todo ocupado, pero Antonio, -que así se llamaba el dueño-, se aproximó a una mesa en la que había 4 hombres apurando la sobremesa y les echó con cajas destempladas, para acomodarles a ellos. La madre de Azazel, -muerta de vergüenza-, no sabía dónde meterse.
En dos viajes les acondicionó la mesa y les pasó la carta, haciéndoles ver que los espárragos y las verduras, eran sus especialidades. También tenía unas piernas de cordero lechal recién hechas.
El “árbitro” se comió 4 espárragos que parecían puerros, de lo gordos y tiernos que estaban y luego le atacó a una pierna de corderito, para terminar la comida con un café escocés. Para ir al partido… a tono.
Cuando terminaron de comer y pidieron la cuenta, Antonio les dijo:
- Si me lo permiten, están invitados. Da la casualidad de que soy el Tesorero del C.D. Logroñés y me gustaría tener esa deferencia con el chaval y con ustedes.
La madre de Azazel dijo para sus adentros: “Tierra trágame” y se acurrucó dentro de su abrigo, temiéndose lo peor, pero el padre, con el desparpajo que le caracterizaba, respondió:
- Muchas gracias, pero se lo tiene prohibido la Federación. No puede aceptar invitaciones. Dígame qué le debo, por favor.
El restaurador se dio cuenta enseguida de la situación y tras disculparse y prometer y jurar que no pretendía ofenderle ni sobornarle, trajo la cuenta, pero… con una sorpresa:
¡Un bote de cristal enorme con unos melocotones en almíbar que hacían ellos en casa y que quería que se llevaran de recuerdo!

Salieron a todo correr del restaurante, por si las moscas, cargados con los melocotones, tomaron un café cerca del cuartel y Azazel volvió a cambiarse de militar para continuar con su guerra.

Al lunes siguiente, en el periódico de La Rioja, en primera página salía una foto con un titular en grande:
“Escándalo en Las Gaunas: El árbitro le roba el partido al Logroñés”.
En la foto salía el árbitro y los jueces de línea, protegidos por los escudos de la Policía Nacional mientras caían toda clase de objetos. Era un hombre calvo, con bigotín y una pronunciada barriga y en su cara se podía ver esa expresión que dice: “De aquí no salimos vivos”.
Eso mismo pensó Azazel que le ocurriría si algún día le pillaba por Logroño aquel pedazo de animal que le había regalado los melocotones.

Pero la cosa no acababa ahí, pensó Azazel mientras enfilaba ya la Avenida Vigón, dentro de Logroño.
Dos años después de acabar la mili, estando con una amiga, estaban hablando de comida y ella le dijo:
- A mí, me encantan los espárragos.

Azazel, ni corto ni perezoso, le dijo:
- Conozco los mejores del mundo. ¿Vamos a cenar a Logroño?
- Bueno, si tú quieres… -dijo Sara-
Cuando llegaron a la puerta del restaurante eran las 11 de la noche. En la puerta estaba…. ¡Sí! El mismo: Antonio.
Antes de darle tiempo a reaccionar, Azazel le dijo:
- ¿Se puede cenar todavía?
El tipo les miró un poco extrañado y les dijo:
- Adelante, la cocina todavía está abierta.
Les sirvió los espárragos y Azazel sentía la mirada de Antonio como queriendo recordar de qué conocía a aquél muchacho. Sara no tenía ni idea del asunto.

Una vez terminaron de cenar, muy bien por cierto, y antes de que Antonio dijera nada, -porque estaba a punto de decirlo-, Azazel le dijo:
- ¿No me conoces?
- La verdad es, que se me hace cara conocida, pero…
- Yo soy el que te dijo mi padre que venía a pitar al Logroñés. Fue una broma para que nos dieras de comer porque era muy tarde.
- Mecagüen…. ¡¡Si te pillo, te mato!!

Antonio le explicó que al llegar al palco del campo, les dijo a los otros directivos:
- No hay problema. El árbitro ha estado comiendo en mi casa. Un chaval muy majo. Le he regalado unos melocotones y esto está chupado.

Azazel le dijo que había visto en el periódico el escándalo y le pidió perdón, pero al final acabaron tomándose una botella entera de un licor casero que llamaban “cocón”, que es una especie de orujo mucho más dulce, hecho de la cáscara verde que envuelve la nuez, fermentada con azúcar y alcohol.
Les dieron a los tres las 2.30 de la madrugada recordando la batallita y Antonio les dijo que ya no se iban a meter en carretera, así que les dio la llave del restaurante y les preparó una habitación en la planta de arriba, en la cual alquilaba habitaciones. La llave les dijo que si se iban antes de que llegaran ellos, que la tiraran dentro por la ventana de la cocina.
Así es la gente de La Rioja, y Azazel estaba seguro de que si estaba en su mano, Antonio le haría ese favor que le iba a pedir.

Cuando llegó a la catedral, buscó aparcamiento y se dirigió a “Casa Nobleza” . Esperaba ver a su amigo Antonio con su mandil blanco en la puerta, pero eso no ocurrió.
Eran las 11.30 de la mañana y aunque la puerta estaba cerrada, se notaba movimiento dentro del local.

Llamó a la puerta y a través del cristal opaco pudo distinguir una sombra femenina que se acercaba; era Sofía, la esposa de Antonio.
- ¡Hola, Alberto, qué sorpresa!, ¿cómo estás? ¿Has venido solo?¿Dónde has dejado a tus chicas?

Azazel se sonrojó, pues de inmediato recordó que había estado allí varias veces, siempre con parejas distintas. Recordaba haber estado al menos con 3 parejas distintas durmiendo allí.

- Hola, Sofía, sí, vengo solo, ya sabes, no me aguanta ni mi sombra. Solito y desamparado, jejejeje.
- Ya, ya… será porque tú quieres. Antonio no tardará en venir. Está en el mercado. ¿Te quedas a comer, no?
- Sí, claro. Por nada del mundo me pierdo la oportunidad de comerme una menestra de las tuyas.
- Venga, pasa y le esperas, que no tardará mucho.

(Fin del capítulo IV)

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